Sus señorías han
decidido debatir sobre el decoro. No es cosa baladí: las ideas necesitan protocolo; sin él, se
vuelven invisibles, porque dependen de quien más chifle.
El decoro, la
forma de dialogar, es el código
que nos permite interpretar todas las ideas en juego. Esto lo sabía
bien la vieja y digna clase obrera, que siempre ha pretendido que la educación
de sus hijos e hijas permitiera no
solo su progreso personal sino la relevancia de sus valores y principios.
Una idea que se
impuso al viejo autoritarismo y a la más vieja aristocracia: la forma es parte inseparable del contenido
democrático. Un principio que hace que Pablo Iglesias y quienes le
acompañan nunca hayan entendido ni a la clase obrera política ni a la
socialdemocracia.
Cuando Labordeta
envía “a la mierda” a un diputado gritón de la derecha, no lo hace por
renunciar al decoro parlamentario, sino porque se niega a que sus palabras sean excluidas, a golpe de
gritos de la cámara de las ideas.
Cuando a Iglesias “se la suda”, su coro
levanta puños e imágenes o sobreactúan su griterío, lo que pretende es,
precisamente, expulsar a otros y otras del lugar donde las voces deben ser
escuchadas.
Es bastante
coherente, por otro lado, con esa idea que denigra los principios europeos,
entre ellos los de libertad de conciencia que son los que permiten convivir con quien no piensan como uno, una
antigualla, en estos tiempos de ira, tuiter y anonimato que todo lo contamina.
La renuncia al
decoro parlamentario es necesaria
para la política de la ira. La radicalidad populista, sea del signo
que sea, ansía el pensamiento único. Nada más útil para negar al contrario, que
el griterío que anega las voces de los demás, el insulto que atemoriza, la
amenaza anónima.
No; no es verdad
que “en el parlamento haya entrado gente que se parece a la gente”. Porque la gente común ni grita, ni insulta,
ni niega a los demás en su espacio de vida o trabajo. Nunca se ha
negado a luchar pero nunca ha negado la palabra. “La palabra libre, en la ciudad libre” era un consejo
convertido en consigna por una larga experiencia española, donde se disputó la
libertad, a golpe de buena educación. Lo
del insulto es más de la cultura del tuit y el valiente anonimato.
No crean que el
griterío o la falta de decoro es solo un producto ideológico. Como muestra la
historia de la muchachada pequeño burguesa europea, es solo una escarapela más de las políticas
clientelares, las que tratan de atrapar no para mayorías sino para
los propios los recursos fiscales.
Hace pocos días se
publicaba un informe en el que las personas vulnerables no son precisamente los preparadísimos hijos
e hijas de la clase media sino los jóvenes sin formación. Es decir,
esos que ni gritan, ni insultan, ni reciben especiales beneficios de la bronca
parlamentaria.
Las broncas, los
incidentes, las protestas no son nuevos en el parlamentarismo español, que ya
lleva años devaluando sus comportamientos. La ética del “que se jodan” de la ilustre diputada, de padre
procesado, puso de manifiesto la sed de venganza cultural, política y social
que anida en una parte de la política española.
Sobre esa base de venganza cultural se mueven los diversos populismos, las fracturas sociales, los frentismos. El decoro
no es ocultar bajo la forma el contenido; es dejar circular los contenidos.
Pero si el contenido es inferior a un tuiter, circula mejor a modo de grosería,
para que engañarse.