Los negocios basados en
internet han dejado de ser simpáticos. Desde Airbnb a
Uber, pasando por Cabify, están generando tensiones
urbanas. Taxistas de toda la vida y
conductores con nuevas licencias se apalean, insultan o se vigilan en las
calles o aparcamientos de los aeropuertos.
Vecinos y vecinas de barriadas centrales de los
puntos turísticos más relevantes delatan con marcas y señales a quienes
alquilan su vivienda en la red a turistas, a través de Airbnb u otras
plataformas.
Una parte de la
reacción, sin duda, tiene que ver con el carácter disruptivo de
las nuevas tecnologías y actividades económicas y su agresión comercial a
viejos sectores, menos flexibles y acomodados a regulaciones tradicionalmente
estrictas y basadas en licencia.
Hay razones, también,
para la ira en los mercados agredidos. Las licencias de toda la vida,
sean de taxistas u hoteleras o de alquiler residencial, son en realidad
patrimonio económico sometido a devaluación por las nuevas competencias, en no
pocos casos basadas en economía irregular.
Hay algo de sorprendente
en que la clase media y sus vástagos se irriten por la pérdida de valor de su
patrimonio inmobiliario o su ahorro y consideren que las licencias de los
taxistas sean un casposo privilegio de antaño.
Por el contrario, los
profesionales del taxi consideran la licencia, devaluada por la competencia,
como un fondo de pensiones, una jubilación de la que se les está privando.
También es cierto que las licencias existen por fallos de mercado que hacen
necesaria la regulación
Pero hay otras
razones para que lo que hace unos años se veía con la
simpatía de toda actividad nacida en internet sea hoy sospechosa. Ayer mismo,
una directiva de comunicación de una compañía de taxis basada en las
nuevas tecnologías decía a este medio que su “modelo
de negocio” era perjudicado por la información sobre las
tensiones que se sufren en las calles de Madrid.
¿Hablamos de algún
modelo de negocio innovador amenazado por la resistencia de lo viejo? En
realidad, no. Uber o Cabify no han aportado tecnológicamente nada
nuevo. Lo que han aportado es el mismo negocio de siempre pero
externalizando costes al conductor.
El modelo de negocio de
ambas es que el conductor se page la gasolina, los seguros, el mantenimiento,
el coche y todos los gastos. En una palabra, los profetas de la nueva
economía son comisionistas de los de toda la vida,
eso sí, pasados por el glamur de internet. Naturalmente, devaluando las
condiciones de vida del profesional se puede ser más barato y parecer que se
ayuda al usuario.
Una redactora de
Estrella estimó una reducción de un 30% el coste de viaje en un taxi bajo
demanda de Cabify. La cuestión, sencillamente, es que la modernísima
entidad no paga la seguridad social, el coche o el seguro
del trabajador – que no es trabajador, sino autónomo-;
autónomo que debiera ser dependiente (cobran más del 70% de sus ingresos por
trabajar en la misma compañía) pero que está sujeto a contrato mercantil.
Uber o Cabify crean tensiones en los mercados
tradicionales no solo porque devalúan los patrimonios de taxistas sino por que
inducen una precarización agresiva de los mercados laborales.
No; no son simpáticos ni
defienden modernísimos modelos de negocio de la muerte, es pura
economía “gig”, basada en la devaluación del mercado de
trabajo, por mucho que las dulces y simpáticas responsables de la comunicación
corporativa de Cabify se empeñen.
Es lo mismo
que, como desvelaba Estrella Digital, se llame economía colaborativa a una
señora que administra, probablemente en economía sumergida, 700
viviendas en la Isla de Mallorca.
Este columnista ha
preguntado a Uber cuantos impuestos paga en España, naturalmente sin respuesta.
Y la semana que viene preguntará a la “multilisting” de Mallorca
cuantos impuestos paga por alquilar setecientas viviendas, durante
trescientos sesenta y cinco días al año.
Debemos estar a favor de toda flexibilidad que
abarate los servicios. Pero modelos de negocio que alienten la economía
sumergida y la devaluación o precarización laboral no
deben seducirnos. Hay quien defiende, y uno se lo piensa, en poner impuestos a
estos servicios destinados a compensar a los sectores agredidos.
No es nueva en la historia la reacción negativa a la
tecnología. Lo que es nuevo es que el aumento de productividad de lo nuevo
no se acompañe de mejoras económicas de aquellos y aquella que trabajan,
Entre Ustedes y yo, el
inventor de Uber no es un genio, es un comisionista un poco cabroncete.