Sonrisas sin copago

Ya está. Se acabó. Me echan de Bellvitge. Vuelvo a casa con mi enfermedad rarita, sin saber exactamente que pasó y con más prescripciones que el catálogo de un producto chino. Esto se puso chungo pero vuelvo para contarla.

La contaré porque tengo una señora esposa, que no me merezco, empeñada en salvar mi vida y mi condición. Tengo unos cuñados increíbles y a mis imprescindibles Ruben y Blanca. Tengo dos hijas y yernos de oro que me han acompañado cada minuto.

He tenido las fotos de Carmela e imaginado las de Ían. Tengo familias, en plural, extraordinariamente generosas y un grupo de amigos y amigas, Ustedes, que tampoco merezco y que no han dejado de enviarme buen rollo y ánimo.

Me habéis salvado. Es en estos tragos cuando uno descubre que solo es valiente porque no camina solo. Gracias.

Permítanme, sin embargo, que las últimas palabras de esta crónica de hospital que hoy concluye se la dedique a los profesionales de Los Camilos y Bellvitge que me han atendido. Podría decir, y digo, que un personal extraordinariamente competente, un nivel tecnológico adecuado y la sanidad pública me han salvado. Pero quiero hablarles de un intangible.

He visto a un humilde médico de urgencias decirme que me derivaba a un Hospital grande porque le faltaba potencia de diagnóstico. Y ha sido su diagnóstico el que salvó mi vida. He visto a una enfermera, sondarme, monitorizarme y meterme un chute, sin otro apoyo que su inacabable energía.

He visto realizar una docena de diálisis en una noche, con recursos humanos para cinco. He visto enfermeras convocadas a su puesto con media hora, madres que acudían urgente a su trabajo, dejando a sus hijos en casa de los vecinos. He visto trabajadores y trabajadoras sumar turnos. Médicos hacer tres fines de semana seguidos. He visto decenas de enfermeras cuidándome sin límite.

He visto a médicos de primer nivel poner catéteres y hacer biopsias en cuartuchos de metro y medio. He visto médicos eminentes tratarme con la mayor humildad, He visto contratos miserables y salarios miserables. He visto como cuatro auxiliares hacían nacer una planta de habitaciones donde cinco minutos antes solo había un desierto de loza.

He visto auxiliares refrescarme en mis momentos de mayor torpeza. He visto celadores llamarme siempre, sin error, por mi nombre y darme conversación para que no me desorientara en mis viajes por las cavernas del Hospital. He visto derramar una lágrima a una técnico una noche que la batidora decidió alargar mi terapia,

Todos ellos y ellas tenían derecho a torcer el morro, tenían derecho al enfado. Y sin embargo nunca lo hicieron.

Como saben, Insanía es nombre ficticio que he dado a mis crónicas. En castellano, se escribe sin tilde y se refiere más a la pérdida de juicio que a la ausencia de salud.

Como me ha recordado un antiguo amigo, es probable que el Hospital haya producido en mí el mismo efecto que el peyote en Artaud. Pues bien, aunque con nublado juicio, afirmaré que he recibido un intangible más poderoso que la más fuerte farmacia: una inmensa sonrisa sin copago que salvó mi vida.

He visto a una enorme muchachada defender nuestra vida y nuestro sistema de salud público. Permítanme, entonces, que insista en mi gratitud.

En cuanto a Ustedes, que me acompañaron en este mal trecho, qué quieren que les diga: que se les quiere, oiga, que se les quiere.