El vecindario

La policía hospitalaria no gusta de la soledad de la persona enferma, que puede ser fuente de peores males. Sabido es que la guardia civil o los montaraces bandidos no caminan solos. Los gestores públicos, no sin ayuda de arquitectos diseñadores de apretados cubículos, han inventado una institución sin la que la terapia hospitalaria sería imposible: el vecindario de habitación.

Un mecanismo por el que dos desconocidos pasan a ser entrañables conmilitones. Apenas un biombo, una cortina, separa dos mundos antes ajenos y hoy cómplices.

Existen múltiples tipos de vecindario. El primero de ellos, ciertamente escasea, es del tipo discreto. Este personaje es cortés, no interrumpe las conversaciones, no osaría ponerse a discutir sobre la paz en el mundo o sobre el bochorno catalán (al térmico, me refiero) si no le das pie.

Siempre dispuesto a cuidarte y llamar a la enfermera, aunque no haga falta. Es un auténtico Samaritano, faltaría más. No es que no sea cotilla, de hecho lo sabe todo sobre tu flaqueza pero, es de agradecer, solo pregona discretamente a su familia.

El otro tipo es el que afirma su personalidad con decibelios, Ustedes me entienden. Lo que molesta a este camarada no son sus inusuales niveles de creatinina o sus afecciones.

Debe opinar sobre todo y todo el tiempo. En general, el problema lo tiene con la sanidad pública, con la enfermera, con los auxiliares, con el que limpia, con todo aquel o aquella que le lleve la contraria. Obviamente, debe insultar a los auxiliares que se retrasan, te explica como es la vida, y lo imbécil que eres, eso si gratis, aunque podría cobrarte por el consejo, porque es muy sabio.

Este tipo suele ir en pareja con otra venerable institución sanitaria: el acompañante. El acompañante es ese personaje, cuya función es absolutamente inútil, y se empeña en pasar la noche con su doliente, en una silla ergonómicamente imposible.

El acompañante, para cumplir su papel, deberá despertar a su enfermo con frecuencia para comprobar que le duele; si no duele, no sana, es conocido. Saldrá a la máquina del café, a fumar, a pasear, establecerá conversaciones divertidas en la madrugada con otros acompañantes. Naturalmente, cuando haya que trabajar con el enfermo el acompañante siente una imperiosa necesidad de abandonar la habitación, que para eso ya están las enfermeras y auxiliares.

El acompañante modelo desaparece puntualmente a las ocho de la mañana, cuando será sustituido no por uno sino por varios acompañantes que dedicaran el día a ocupar la habitación, centímetro a centímetro, a hablar de las múltiples enfermedades que nos aquejan a todos y todas, y nos quejamos menos que el quejica del doliente de turno.

Pero esto no es suficiente para el buen solaz de la persona enferma, ha decretado el gestor público: los sábados y domingos se organiza el happening hospitalario.

Las familias vacían bocas de metro, autobuses y aparcamientos. Los niños corren por las escaleras y organizan juegos, las pandillas de amigotes cuentan chistes y anécdotas, se ven viejas películas de televisión en familia y las mamás, para pasmo de auxiliares y enfermeras, reparten meriendas y viandas como en una pradera en tarde de verano.

Que hermosa es la vecindad hospitalaria, que gloriosa la ausencia de silencio, que sacrificado el acompañante innececesario, que hermosas meriendas de hospital. Debieran ser incluidos en múltiples copagos, como imprescindible y necesaria terapia.