Conversaciones con mi manzana: gastronomía hospitalaria

Tras cinco comidas hospitalarias, he identificado un ingrediente: una manzana. Emocionado, no me la he comido. Vale, lo han adivinado: estaba verde.

No obstante, mientras la escondo esperando su madurez, pienso en convertirla en mi Yorick, sobre el que derramar mi reflexión sobre la gastronomía hospitalaria.

Ser o no ser, he aquí la cuestión. ¿Qué es más digno para el espíritu sufrir los golpes de la fortuna, aceptar que los guisantes hervidos con jamón no sepan ni a guisantes, ni a jamón, y así desear el pronto abandono de los servicios del estado del bienestar, o tomar armas contra los océanos de calamidades y reclamar que el pollo sepa a pollo y el pescado a pescado, aun a riesgo de alimentar gorrones que quieran comer en los hospitales.

Reflexiona la calavera de mi particular Yorick. Sabe que la gastronomía hospitalaria está diseñada para que el usuario abandone cuanto antes su espacio de bienestar clínico y alimente las arcas de la restauración local. Cuánto pincho de tortilla, cuanta tapa consumida tras una estancia hospitalaria.

Aquí, tierra de insanías sobrevenidas, no se viene a comer bien ha decidido el legislador, en alguna taberna de esas donde las viandas tienen sabor, las verduras no saben a pollo y la sopa no es de agua.

Es este el espacio de la ausencia del sabor. Platos que se acumulan, día a día, sin que uno pueda recordar ningún sabor. Tanta y tan abundante sabiduría sanitaria ha conducido a un absurdo: borrar de sabores nuestra memoria. Un indigno reseteo.

Mi particular Yorick sabe, empero, que debemos responder al agravio del opresor y enfrentarnos al soberbio chef de todos los hospitales.

Ahora que los astronautas han conseguido que la sobrasada sepa a sobrasada en la estación espacial internacional. Ahora que cualquier lata de atún sabe a atún. Ahora que los potitos de los niños y niñas vienen con mil sabores identificables. Ahora cabe preguntarse: hasta cuando aguantaremos la insolencia de la gastronomía hospitalaria.

Pero, he aquí, de nuevo la cuestión. Que será más útil: convocar un masterchef hospitalario, una huelga de hambre en la la planta 7 del Bellvitge o reclamar a Errejón, mediante subvención pagada, naturalmente, que sin tardanza se elabore una ley de sabores en los hospitales.

Reclamo el viejo derecho a que el guisante sepa a guisante, la salsa de tomate a tomate. Reclamo el derecho a restaurar nuestra anatomía con pan que sabiendo a pan alimente nuestros hematíes y nuestras papilas.

Aguantemos, claro, los mil choques que por naturaleza son herencia de la carne pero no, mi querida manzana, el insulto que el gusto del paciente recibe del chef hospitalario.