Tenemos a la España política intentando
prohibir el vuelo de los tordos. Aunque Ustedes no hayan caído en la cuenta.
Un arbitrista aragonés, Burruel de nombre, tras sesudo análisis de los
males de la agricultura patria, detectó no sin aguda
reflexión que los pájaros gabachos destrozaban el grano
somontano. Propuso al Rey, con inestimable criterio, prohibir en la frontera la
entrada del tordo francés.
Podrá a Ustedes parecerles atrabiliaria y hasta risible la propuesta pero
estimo que no han caído en la cuenta de cuanta gente anda
prohibiendo el vuelo de los tordos.
Desde el compulsivo histerismo de la Aguirre a la preocupación de los
empresarios catalanes se sugieren alternativas irracionales para detener a las
fuerzas que emergen (aún no hemos llegado al gobierno cívico militar ni
al somatén). Naturalmente, ni una da cuenta de que años produciendo
corrupción han generado estos lodos, ni otros de que, para salvarse de la cosa
del tres por ciento, llevan años denigrando a las instituciones y políticos, idea que
han comprado sus hijos y la pequeña burguesía por el tres
por ciento empobrecida.
Los del cambio emergente tampoco gustan del vuelo de los tordos.
Nacidos para gobernar, y no para el ocioso mundo de la oposición inútil, que es cosa
de menesterosos sin ilustración, niegan a los que tienen más votos el
derecho a encabezar el cambio. El cambio es patrimonio de elegidos y elegidas y
no de la antes casta, y ahora majetes, que andan por ahí, por dios que
antiguos, mostrando trapos rojos en los mítines. Debe,
pues, gobernar la tercera fuerza política, faltaría más, que la
humildad democrática es cosa de melifluos de la transición.
Todos y todas los que suman cambios, esto es portavoces del pueblo,
mareas, socialismo superviviente e izquierdas irrelevantes quieren prohibir el
tordo de la cultura de centro y centro derecha que ha ganado las elecciones
(cosa distinta es su partido hegemónico). No gusta el viejo tordo democrático que
aconseja gobernar para todos, cuidar de venganzas y esperar, como le decía a Lenin un
escritor francés, unos años antes de cortar todos los setos.
El joven y ambicioso prócer de la irrelevante izquierda de verdad
verdadera, fiel a su tradición pretransicional y predemocrática lleva meses
disparando a los tordos, prohibir es leguleya y borbónica cosa, en
forma de apoyo a partidos ajenos y meritoriaje popular. Ahora sólo resta
prohibir al escaso tordo resistente.
Podría, cierto, el ambicioso joven bajar la mirada a la tierra, descubrir
que no gerencia multinacional sino que regenta un estanco poligonero. Podría descubrir que
para sobrevivir en el mercado es mejor sumar que barrenar, ustedes me
entienden, el nido de los tordos supervivientes,
Afortunadamente, créanme, ni el Rey ni Burrul acabaron con el
tordo francés y ninguno de estos acabaran con su particular tordo, Si, nos darán días de ruido,
incluso mañanas de furia, pero al final no son ni los de antes, ni los del cambio,
ni los del estanco, los que sostienen el ritmo de la historia. Es esa vieja
democracia, sinónimo de alianza y acuerdo; de respeto a la diferencia;
de suma de la diversidades; de gobiernos inclusivos.
Sepan, pues, que no se prohíbe el vuelo de un tordo.