Faltaba el “cesarismo”: Garzón lo pone.

Alberto Garzón ha resumido su manual de gestor político: “invita a marcharse a quienes no apoyen su plan”. Fácil de entender.
La generación que quiere pilotar el cambio, cualquier otra no puede como es sabido porque son casta, no ha dejado de hacer propuestas pintorescas que parecen modernísimas de la muerte pero son más añejas que el vino rancio.
Entre las candidaturas en las que el ganador se lo queda todo (el centralismo democrático, vamos) hasta el secretario de política, que es como “el valido” de los Austrias, Alberto Garzón no había podido concurrir, ante la falta de atención pública, al concurso de ideas y, a la primera que un medio nota su presencia, nos ha puesto la que faltaba: el cesarismo.
El “cesarismo” viene a ser la autoridad suprema del jefe, no exenta de algún elemento de violencia, propia de los liderazgos en tiempos de cambio de época. Cosa que debe aceptarse porque el jefe de turno está imbuido de notables y heroicos rasgos, nacidos no de sus condiciones sino de que las mesnadas armadas le han impuesto.

Si a ese heroico liderazgo se añade la condena al disidente al exterior del sistema político, el gulag, y el culto a la personalidad lo venimos llamando estalinismo. Gramsci, siempre sutil pero un poco antiguo – el bueno de Antonio distinguía entre izquierda y derecha - afirmaba que cuando el cesarismo tiene un origen burgués se llama bonapartismo. Ustedes juzgarán a que campo pertenece el Señor Garzón.

El reconocimiento de la pluralidad partidaria, de las corrientes internas, de la diversidad en los órganos de dirección, la normalización de la disidencia, la sustitución por las listas únicas por las proporcionales y un sinfín de iniciativas que las afiliaciones han ido imponiendo desde los ochenta solo son antiguallas.

Lo que mola es la autoridad del jefe piensa el Sr. Garzón. Es, por otra parte, normal que quien alcanzó su condición de diputado, elegido a dedo, sin proceso selectivo participativo, venga a considerar que una vez electo tampoco hacen falta zarandajas plurales de ninguna naturaleza.

Del mismo modo que Pablo Iglesias ha propuesto el bipartidismo sin izquierda, Alberto Garzón propone el partido sin disidencia. Coinciden: nada ni nadie entre el dios y las bases.

Ambas cosas, se diga lo que se diga, más que nuevas suenan a lo más antiguo que se conoce en política pero evitan el engorroso asunto de tener que lidiar con gente que se opone o quiere participar permanentemente, en lugar de aclamar al “cesar” en el foro una vez al trimestre  (los mítines) o cada semana en el circo (las televisiones).

Ya saben, amigos y amigas de la izquierda qué es lo nuevo: o pasan por el tubo o a la puta calle. Hay que reconocer que así evitarían muchas reuniones, piensa el Sr. Garzón.