Unos hippies que viajan y hablan inglés van a reformar nuestros partidos y sindicatos (II)

Dedicado a quienes a mi alrededor militan en
partidos y sindicatos...y aguantan.

Ayer se valoraba aquí una propuesta para la reforma de los partidos políticos que, en realidad, parte de cierta tocadura de narices: si estamos donde estamos es a causa de la ineficacia que produce el comportamiento de los partidos y sindicatos. No es la usura, ni la economía, ni las finanzas, ni la austeridad destructiva.

No; son los sindicatos y los partidos el problema; deje Usted de mentar cuestiones que no interesan o de preocuparse por su contrato de trabajo o su pensión que son necesidades estructurales a las que solo se opone usted, en razón de su marchita ideología y espúreos intereses. 

En argumentarios trufados de populismo evidente se mantienen dos tesis básicas: la burocratización y oligarquización de los partidos, ante militancias desideologizadas y sumisas, y la corrupción como factor generalizado del sistema político.

El primer argumento se parece bastante a la “Ley de Hierro” de Michels, que transitó, con populista discurso, desde al socialismo al fascismo italiano. No es por molestar, pero la mayor parte de las ocasiones históricas en que se incluye en un manifiesto la frase “Los partidos políticos tienen un papel insustituible”, al final solo queda uno, con voluntad de ser insustituido.

El segundo es, simplemente, una simplificación insostenible. Hablando en plata, estos reformadores, gente muy capaz dicho sea de paso, no quieren decir que quien ha pillado en el contexto de la burbuja es un único partido o que las corruptelas han nacido, precisamente, fuera del derecho público y la regulación, en la privatización y la externalización.

Pero no vamos a decir que el sector privado asigna recursos de manera ineficiente, entiéndanlo, aunque no tenga usted estudios extranjeros y no hable inglés. No importa el pequeño dato de que la llamada sociedad civil aporta tantos o más imputados que los políticos (empresarios, constructores, banqueros, financieros, etc).

Quizá merecería la pena mencionar que los incentivos colectivos a la participación política se basan en ideas que movilizan a los partidos. Y, mire usted que pena, la gente rechaza el contratito único, los (mi)nijobs, la reforma de pensiones y estas cositas. Incluso consideran, vaya por dios, que los sindicatos son necesarios para defender la causalidad del despido.

Los reformadores se limitan a considerar los incentivos selectivos de los que aspiran a cargos públicos a los que se considera “disciplinados soldados” -  se siente,  no hay soldadas- y que, naturalmente, no estudian fuera ni hablan inglés, mire usté, mire usté, que pena.
 
Dejemos dicho que es cierto que la necesidad de la transición de sumar un aparato democrático a la organización corporativa del franquismo ha  provocado ineficiencias institucionales, entre las que son muchas y abundantes las que afectan a las fuerzas políticas y sindicales.

De hecho, el debate sobre la reforma del sistema de partidos data desde el mismo momento de su fundación democrática y quienes algún día hemos pasado por uno hemos tenido alguna brillante idea de reforma y alguna gloriosa derrota en la materia. Aunque algunas tontunas de la que se proponen nunca se nos ocurrieron, cierto es.

No obstante, como uno es un nostálgico irredento de sus compromisos juveniles, añadiré a la crítica algún reconocimiento. Resulta que con sus atrabiliarias formas de comportamiento, dirigidos por incompetentes que no hablan inglés y compuestos por borregos y borregas, partidos y sindicatos han logrado construir un mínimo estado de bienestar. 

Los partidos, lejanos a la realidad social, fueron capaces de organizar, primero mediante sistema de cuotas y, luego, mediante paridad, la representación de género. No fue una ley la que inventó las primarias en España sino los partidos de la izquierda. Ni ha sido ninguna ley la que ha establecido en algunos partidos y sindicatos sistemas de incompatibilidades más allá de la legislación.

Pero no se equivoquen, debemos reformar los partidos y sindicatos hasta hacerlos irreconocibles. Cuanto más difusa sea su estructura y menos autonomía tengan las direcciones de partidos y sindicatos, más fácil será la intervención de grupos de presión y lobbies reformadores.

Porque, entiendan de una vez,  esa si es una intervención generosa, fetén y  transparente y no la de los sindicatos o partidos, lastrada por inconfesables intereses espúreos de dirigentes que ni han estudiado fuera ni hablan inglés, qué escándalo oiga.