Tengo una tarjeta de navidad, aún quedan, creedme.

Desde que recuerdo, todos los años llegaban a casa tarjetas navideñas; incluso las comprábamos por decenas. Mi padre las acumulaba en la entrada de la casa; era su almacén de amistades, decía. Las de mi infancia traían la correspondiente iconografía cristiana, con niño, portal, mula y el resto del equipamiento. La tarjeta y el olor a mazapán eran el anuncio de días feriados, golosinas y algún juguete.

Después se modernizaron los diseños y los mensajes se fueron haciendo laicos. Incluso, un año, me encargué de buscar un comprometido cuadro de Genovés, para felicitar a amigos y compañeros el final de año.

La tarjeta de navidad era el anuncio de que el tiempo de los buenos deseos, a veces sinceros, a veces menos, siempre fugaces, había llegado.

Y entonces, empezó a ocurrir. La globalización nos extrajo de nuestro entorno cultural y nos trajo kilos de corrección política y laicismo. Así que para evitar lesionar la sensibilidad por la diversidad y los principios plurales empezamos a hablar de las tarjetas con vergüenza.
Poco después, llegó la preocupación ecológica y el gasto en papel empezó a preocupar a las mentes más sensibles.

Y, finalmente, llegó el correo electrónico ( más rápido, más barato, más breve: tres armas del siglo este que tumban la tradición victoriana en un pispás).

Si el correo electrónico ha acabado con la carta, el mensaje escrito, era evidente que acabaría con la tarjeta navideña para inventar la tarjeta electrónica.

Hoy, José María me ha enviado a mi email, mi primera felicitación del año informándome de que la navidad es “un estado mental”.

Lamentablemente, Manolo, me contó, por SMS naturalmente, que debido a la crisis, y a la debida austeridad que aconseja la corrección política, dejaba de enviar, por primera vez en cinco años, la felicitación.

Afortunadamente, José Manuel, mi asesor fiscal, laboral y contable, es decir el guardián de las más solventes instituciones, conserva la vieja costumbre y me ha enviado por correo postal, pasmaos, una tarjeta de Navidad. La tengo; con su estrellita y todo, envidiadme.