9
de noviembre de 2017, ED
Y
los del “tres per cent” se pusieron a la cosa independentista,
mientras recordaban que la caverna española era corrupta. Pero no era
suficiente, como Bretch, afirmó: “cuando la verdad sea demasiado débil para
defenderse tendrá que pasar al ataque”.
Cuando
se creía que en Cataluña ya se había robado todo lo que se podía robar, no se
cayó en la cuenta de que algo aún podía robarse: la verdad, las reglas y las
leyes democráticas.No era el derecho de un pueblo, era el relato de un grupo
venal el que debía ser salvado.
Así
que se trata de banalizar las creencias democráticas para buscar un
hueco que legitime desatinos, patochadas y atentados a la ley, en nombre de las
aspiraciones de un pueblo.
Dejémoslo
claro desde el principio, para evitar indignas comparaciones: los exilados
españoles no viajaban en avión, no tomaban café en las plazas y,
desde luego, no dormían en hoteles. Caminaban, cruzando exhaustos la muga,
bebían lo que les daban y acababan en el campo de concentración de Argelés.
El
independentismo ha logrado un éxito: nos costará mucho volver a confiar en
nuestro país, en sus capacidades y en el esfuerzo de tres generaciones para
modernizar España.
No;
no es una burla en un furgón por inconveniente que sea; es la tortura de
las palizas eternas en días eternos en comisarías, sin derecho a abogado, sin
derecho a ser llevado a un juez. Son los juicios sumarios. Eso es la justicia
en una dictadura.
No;
no hay presos políticos, o de conciencia. Es sabido que el populismo, el
nacionalista y el otro, no quiere la trasparencia, quieren el escándalo:
el escándalo es convertir a España en un emirato o en Turquía. No; no es preso
político el que comete delitos ante una constitución democrática.
No;
no es España fascista ni franquista. Costó mucho liberarnos del yugo, en
una transición por cierto en la que la extrema derecha mató a más de un
centenar de personas y el franquismo intentó prolongarse en Arias Navarro. No;
no fue la transición un regalo apañado que aniquiló las esperanzas de los
pueblos.
Nuestra
Constitución y régimen político, seguramente mejorables, no solo son
homologables sino que mejoran muchos índices europeos, incluidos los del
paraíso belga.
Pero
no hay dicha sin pesimistas profesionales. El independentismo ha logrado un
éxito: nos costará mucho volver a confiar en nuestro país, en sus
capacidades y en el esfuerzo de tres generaciones para modernizar España.
Nadie
disfruta viendo a otro ser humano en la cárcel. Pero debe considerarse el hecho
bastante probable de que el momento en el que se piensa en la injusticia es cuando
le sucede a uno mismo.
Quizá
sea el momento de recordar la cárcel de los que impidieron el paso de un
coche de Artur Mas, los sindicalistas procesados, los Mossos apalizando a
quienes rodeaban el parlamento el día del recorte presupuestario. El momento
de preguntarse donde estaba entonces el poco honorable huido, al que no le
gustan los piquetes.
Lo
que se sabe de los comportamientos humanos es que la confianza se convierte
en arrogancia cuando la gente no se cree la historias. Esa es la razón por
la que Puigdemont el huido y los suyos tratan, a bastonazos, de hacerse oír,
impulsados por auténticos nazis flamencos.
¿Qué
es robar a una nación comparado con el hecho de fundar una?
Una minucia, si no fuere que la fundación produce más dolor que el robo. No
será fácil retornar a la mutua comprensión, recuperar meses de dolorosa
arrogancia, de escraches, de sospechosas equidistancias, de insuficiencias políticas.
Este
país nos dio a Lorca y a su asesino; ordenar eso se llamó transición.
Deberemos ponerle nombre a conciliar una España plural y diversa, liberada
de populismos de mal vino.