La huelga convocada por los taxistas esta semana ha vuelto a poner de
relieve su enfado. El cabreo de
los taxistas es comprensible, como en alguna ocasión se ha escrito aquí.
Tiene que ver con el deterioro de lo que consideran una inversión (su licencia)
y con un modelo de trabajo que no solo reduce sus rendimientos sino que les
somete a imposibles jornadas laborales.
Ciertamente, no es el único sector donde se
producen ambos fenómenos. Es seguro que, en términos de mercado, el mundo del taxi deba
aprender a relacionarse con la clientela de nuevas formas y que estén pagando
décadas de reticencia a la adaptabilidad. Pero la cuestión es si ese deterioro
– de renta o patrimonial- contribuye a un modelo de ciudad sostenible.
“Sospecho que este es un país en el que podemos
poner impuesto a las bebidas azucaradas para alentar nuestro comportamiento
saludable, pero bajar los rendimientos de los taxistas, limitando el progreso
del transporte público”
Naturalmente, nadie aceptará esta consecuencia. Pero una caída del precio de la carrera de
un vehículo privado no animará mucho la movilidad pública que
con tanto ardor se enfatiza.
No hay que engañarse demasiado. El mercado que a las nuevas formas de
movilidad interesa en España es el que forman Madrid y Barcelona, y poquito
más. En el caso de la capital, todas
las medidas que se han adoptado solo han servido para poner más vehículos en
las vías: a los taxis de siempre, se han sumado los vehículos de
UBER, Cabify y otras licencias de alquiler; a ellos, podemos sumar los Car2gGo
o Emov y, últimamente, ya tenemos las motos eléctricas.
Será más o menos sostenible o costoso en términos de emisiones. Pero
resulta que a la privatización de amplias zonas de la Ciudad, donde no se puede
o podrá circular, se suma la
penalización al transporte público. El deterioro de la renta del
taxi hace más barata la movilidad privada y castiga otras formas de movilidad,
también sujetas a coste regulado: por cierto, las presiones sobre los salarios de conductores de autobús o metro no
son ajenas al modelo social que ampara la "uberización".
Los catequistas de la desregulación, con la Comisión Nacional de los
Mercados y la Competencia al frente siempre seguida por el creciente populismo
judicial, no vacilan en defender la ocupación de la vía urbana y el negocio sin
límite práctico. Apenas hace unos días, se exigía a la Generalitat que cambiara
aspectos de su norma como los registros anuales, la obligación de facilitar
número de licencia al cliente o cosas parecidas que, en realidad tienden a evitar la economía sumergida.
La externalización de los costes del vehículo y
seguridad –incluida
la seguridad social- a los conductores es lo que permite un margen de tarifa
que reduce un tercio el rendimiento de una carrera. No hay aquí, productividad generada por la
tecnología sino por el estrujamiento de la mano de obra, sin coste
impositivo para la empresa gestora.
Es la evasión de esos costes lo que reduce la tarifa. Imagino que los elegantes
redactores de la CNMC o los catedráticos que elaboran informes para UBER no estarán considerando liberar al estado de
los costes que genera su seguridad social.
Aquí no se trata de servicio público privatizado, sino de costes externalizados que las empresas
eluden, también desde una perspectiva fiscal. La fiscalidad local
española ha girado, casi siempre, en el entorno de la propiedad: las empresas
han encontrado la forma de evadirlo.
Las aplicaciones tecnológicas aplicadas a la economía urbana han producido
dos efectos notorios: acceso caro a la vivienda - a pesar del deterioro
del valor patrimonial- y salarios más reducidos. Esto tiene que ver también con
el modelo de Ciudad. Los rendimientos de los taxistas, créanlo o no, guardan
relación con ambas cosas: la
pérdidas de patrimonio del taxista regulado esta siendo utilizada por la
especulación en la licencia de alquiler que, incluso administran las propias
empresas.
No enredemos más de la cuenta. No enredemos