Todos los
caminos conducen a Catar. Los dos instrumentos que el Emirato ha construido
para mejorar su imagen (futbol y televisión) conducen al mismo sitio: Nasser Al-Khelaifi.
Hay quien
ha descubierto ahora la influencia del dinero catarí en el fútbol español. A
través de Roures, gestiona
los derechos de futbol y lo emite; a través de Laporta y Rosell metió baza en la estructura del Barça, en
ambos casos con la anuencia de la Generalitat. La misma alianza que ha puesto
a Bartomeu contra las
cuerdas.
El Corte Inglés, Iberdrola, filiales del Santander,
Ferrovial, Colonial, entre otras, son entidades españolas que han recibido fondos soberanos
cataríes. BeIN sport, donde vemos el fútbol, es de Al Jazeera. Y así
sucesivamente. O sea, escandalícense lo justo.
Al-Khelaifi intenta un golpe de prestigio, pero también financiero, haciéndose
con quien parece el jugador con mas rentabilidad asegurada en el futuro,
alternativa a lo que representan las carreras ya finales de Cristiano y Messi.
Neymar acumula treinta millones
de seguidores en Twitter - todo un mercado-, mientras el PSG no supera
los seis.
Enredos Neymar ha vuelto y lo hace con dinero de
estado, una forma de dopaje evidente que superará entre cláusulas, impuestos y
salarios los quinientos millones de
euros. Hasta aquí una historia que se hará culebrón.
No se trata solo de una cuestión moral. La
obscenidad de la inversión es evidente. Se trata, también, de cómo las
aparentes reglas de juego se desvanecen ante operaciones de esta
naturaleza, cuya opacidad es tan notoria como su impacto político.
La
forma de financiación con la que el club catarí afincado en París afronta la
operación es tan oscura como las raíces teológicas del Emirato. Requerirá una
obra de arte financiera, que acabará en investigaciones y juzgados con toda probabilidad.
Una obscenidad que se financia con dinero de un
estado sospechoso de
todo tipo de prácticas contra los derechos humanos y financiación de
actividades ilícitas, por más que desde el mismo Barcelona se haya dignificado
al Emirato. Y por más que los
cruzados intereses políticos de el golfo hagan difícil discernir verdad y mentira.
No se
trata solo de una cuestión moral. La obscenidad de la inversión es evidente. Se
trata, también, de cómo las aparentes reglas de juego limpio – en
realidad la equivalencia a la
regulación financiera en cualquier industria, que es de lo que estamos
hablando- se desvanecen ante operaciones de esta naturaleza cuya opacidad es
tan notoria como su impacto político.
Neymar ya
puso en jaque a Rosell,
ahora encarcelado, y se llevará por delante a Bartomeu (ni la Generalitat, ni laportistas, ni Roures lo
sentirán mucho). En la convulsa sociedad catalana no es poca cosa, aunque
intrascendente para el porvenir de la humanidad.
Pero no
banalicemos el asunto: un dinero
de estado pervierte las reglas de una industria completa, sin más
resistencia que un insostenible gesto de La Liga y el silencio inicial de los
reguladores internacionales. Un
dopaje financiero que se diseminarâ por el mercado, a través
de sucesivas contrataciones.
El falso discurso sobre el dinero soberano y el
negocio suele
saltar por los aires con notable facilidad. Los italianos tienen un potente
sector publico o Macron, el liberal, nacionaliza una sociedad para que no pueda
ser objeto de una OPA. La Unión Europea, celosa siempre de las ayudas públicas,
mira para otro lado cuando se trata de industrias y negocios de primer nivel.
Resulta
doblemente sorprendente que el dinero soberano de un país puesto bajo sospecha
a nivel internacional circule por los canales del mercado, blanqueándose en forma de carne futbolística, del
mismo modo que las empresas chinas exportaron sus capitales sin ningún pudor.
Lo obsceno no es solo el valor de la operación. Es
la ausencia de reglas.