Es bien sabido que cualquier duda sobre la elección de Pedro Sánchez ubica al crítico o
crítica al lado de las “elites, las viejas glorias, barones territoriales (he
de creer que también baronesas), medios de comunicación" y, naturalmente,
“el poder financiero que está detrás de todo lo anterior”. No hay crítico a Sánchez al que se le
reconozca autonomía de pensamiento: es imposible.
No he hecho méritos para pertenecer a ninguna de esas alineaciones tan
execrables, pero por si acaso deberé, naturalmente, mostrar mi extraordinaria, que diré, exultante,
satisfacción por el éxito del dos veces derrotado electoralmente
secretario general socialista.
Redundaré en mi satisfacción porque no tengo razones para creer que 74
mil socialistas españoles tengan peor olfato que los socialistas
franceses o británicos que han puesto a Hamon y Corbyn a la cabeza del socialismo electoral
europeo.
“Las bases de las formaciones socialdemócratas
han dejado de ser socialdemócratas y el socioliberalismo es minoría.
Aleluya: la vieja izquierda ha vencido. La militancia no desea la reforma
socialdemócrata sino integrarse en los espacios de la política de la ira”
Quienes advierten de las extrañas complicidades de los críticos con Sánchez afirman, con buen
criterio naturalmente, que su victoria se debe a la clase media que,
dicho sea de paso, tiene a sus hijos e hijas en el otro bando de la izquierda
más populista.
Es, pues, razonable, que a
golpe de internacional, puño en alto y unidades de la izquierda caminemos
hacia la reconciliación familiar o peleemos la hegemonía de la izquierda,
mientras socioliberales o derecha se pelean el gobierno, recogiendo votos de
trabajadores y trabajadoras, que siguen sin considerarse de las nuevas clases
medias y sus batallas.
Era precisamente cuando los partidos eran de masas (democristianos y
socialdemócratas, básicamente, también comunistas) cuando ejercían la
democracia representativa con cierta eficacia. Incluso su selección de élites no
parecía tan deleznable: Adenauer,
Brandt, Palme, Churchil, Miterrand, Wilson, Moro, Berlinguer…
Fue a partir de los ochenta,
cuando el capitalismo se hace de casino y la entonces también disruptiva destroza sectores
tradicionales (carbón, acero, textil…) cuando cambia la relación de la gente con el trabajo y con la política.
Si en España se retrasó algo el distanciamiento es porque las
crisis hacen nacer generaciones socialdemócratas (aspiraciones al
funcionariado, extensión de derechos y coberturas, redes de protección toda
naturaleza). Simplemente, las demandas no se canalizaban ya a través de la
militancia sino de la demoscopia.
Las demandas de participación de la militancia son directamente proporcionales a los nuevos
medios de comunicación y tecnologías organizativas e inversamente
proporcionales a su relevancia. Quienes han votado a Sánchez y la Moción
de Censura de Iglesias suman en total un 0,6% del censo electoral.
La actual crisis es más financiera que económica. Tiene que ver más con la
devaluación patrimonial de las clases medias y sus vástagos que con el
trabajo. Hay mucho de clientelar
en el cabreo contra las élites. Si Ustedes observan los debates, verán
que oscilan más alrededor de garantizar el no trabajo (desde rentas universales
y básicas a cuartos derechos) que en transiciones económicas hacia el
empleo.
Es bastante probable que el
socialismo democrático de raíz europea recupere contenidos y peso
social, a medida que se abra paso el debate real del mundo en que vivimos:
desde la inseguridad al desempleo. Lo que no está claro es que sean los
partidos socialistas ni los populismos extremos, contenedores de la ira de la clase media y sostenidos en estructuras de hiperliderazgo, quienes
lo protagonicen.
Me temo que en la mística de
las bases que nos rescatan de las élites hay más mítica que
política. Pero Sánchez lo sabe, está en ello y a la tercera lo arregla,
faltaría más, se lo dice este exultante
y entusiasta ponderador de su éxito.