Pascua.

Se acabó el morado y la abstinencia; acabaron las penitencias, las livianas y las crueles; pasaron los dos únicos días del año en que Dios sólo son dos. Esto sería como esos equipos que pierden un jugador en el campo y cualquier pecador infame le hace un gol, si no fuere porque Benedicto, representante en la tierra, se multiplica cubriendo huecos.
Como cada año, por la primera luna llena de primavera, a modo de fiesta pagana, el hijo vuelve a la pandilla y Dios vuelve a ser trino. El ayuno da paso a las lifaras de ferias, romerías y fiestas patronales que nos tendrán ocupados, con el fervor que corresponde a la época de recolección.

Llega la Pascua y se encienden de nuevo las luces y se acaban los días de cera y capirote. Dicho sea sólo con ánimo descriptivo y con todo respeto. Un tocayo creyente, Don Joan, ha llegado a estas descreídas páginas mías – tras oportuna penitencia me temo- y me ha discutido mi última tesis sobre Dios como amigo invisible, y concluye anunciando que rezará por mí, esperando mi encuentro con Dios.

No me molesta en absoluto. Primero, porque sé que rezar es la cortesía de los católicos; es como una carta de recomendación decimonónica: “ahí le envío a mi hijo descarriado a esa ciudad de pecado, le encarezco que cuide Usted de él”, escribían a sus parientes influyentes desde recónditos rincones rurales de esta España. Segundo, porque es lo que dice mi madre desde que inicie mi vida de bohemio descreído.

La Pascua era la fiesta de primavera celebrada por los pastores nómadas cananeos, que antes de irse a los pastos, tras el invierno, convocaban a múltiples dioses protectores, sacrificándoles un cordero con la prohibición de romper ninguno de sus huesos.

Se lo tengo dicho a mi suegra: hazme cordero para pascua, mientras Benedicto comulga el cordero de Dios. Bueno, no me llevará al cielo pero será más sabroso